Ejemplos de literatura, cine o sencillamente, arte romántico en general, son más comunes de lo que nos pueda parecer. Al margen de la concepción errónea de que el Romanticismo gira en torno a la muestra y supremacía de los sentimientos -como mencioné en la entrada anterior, el resultado de analizar los consecuentes sin tener en cuenta los antecedentes. Es lo mismo que intentar tratar un síntoma sin tener en cuenta la enfermedad que lo produce-, lo cierto es que muchas personas de mi generación han tenido a su alcance durante su infancia series, películas y libros dotados de un Romanticismo que, si bien en muchísimos casos se nos presentó de forma ambigua, eran románticos en esencia.
Teniendo en cuenta que los sentimientos son respuestas a valores y que dichos valores se adquieren tras un análisis racional, y que para obtener y/o conservar dichos valores es necesaria la acción, enseguida encontramos ejemplos: cada vez que vemos un personaje de ficción peleando -generalmente a largo plazo- para obtener un beneficio material y/o espiritual, logrando objetivos, salvando obstáculos para la consecución de una meta clara, definible y coherente -la coherencia viene dada por la ausencia de contradicciones entre las palabras del personaje (cómo expresa sus deseos y planes) y sus actos (cómo procede a la hora de alcanzarlos)-, precisamente aquí estamos siendo testigos de la piedra angular del Romanticismo.
Como ya mencioné, el rasgo más fácil de identificar en casi cualquier obra romántica es el sentimentalismo exacerbado del que el autor [romántico] hace gala: paisajes tremendos, dantescos, turbulentos (la tormenta es un recurso esencial); colorido llamativo; exclamaciones e interrogaciones retóricas; resistencia profunda a identificar el origen de los sentimientos, prefiriéndose el regodeo ante la supuesta inefabilidad del ámbito interior (mental y sentimental), etc. No por ello este rasgo deja de ser vital en cualquier obra romántica (a través de los sentimientos experimentamos la vida, y éstos funcionan como una suerte de combustible: nos permiten vivir el goce metafísico de ver nuestros ideales cumplidos, o de disfrutar de nuestro avance, o de ver reflejada nuestra propia persona en otro ser humano, o en una tarea, un trabajo, innumerables entidades y/o acciones -esto es, de hecho, lo que nos hace amar-, entre infinitas posibilidades más), pero insisto en que éste no es su rasgo definitorio. Al ser -ciñéndonos a la definición de aquellos que se empeñan en invertir causa y efecto- los sentimientos indefinibles, inexplicables, oscuros e irracionales, las personas tienden a desechar los ideales que pueden anidar tras una obra romántica y a limitarse por lo concreto. Se verá más claro con este ejemplo: cuando un niño -se presupone que es un niño que ya sabe hablar y, por tanto, ha realizado un cierto número de uniones conceptuales en su mente- le dice a su madre que quiere ser como Goku, y la madre le responde a esto, ora divertida, ora irritada, ora con una mezcla de ambas: "¡No digas tonterías, eso es imposible para nadie!", esa madre está limitada por lo concreto. El niño sabe -aunque sea de forma introspectiva y subconsciente, y aunque la madre en particular piense lo contrario- que no puede ser como Goku literalmente (hablamos de un personaje de ficción que destruye montañas con sus propias manos), pero no es esa su expectativa. Quien haya visto la serie animada o leído el manga de Dragon Ball -sigo con el ejemplo de antes- sabrá que Goku jamás para de entrenar, jamás se desanima ante la adversidad (más bien justo al revés), jamás pierde su pasión por mejorar, por ejercitar, por ser un guerrero más competente y eficaz. Esta es precisamente la actitud que seduce y despierta el interés del niño, esa idea: la idea de que el esfuerzo tiene su recompensa, así como el convencimiento de que él mismo es capaz de mejorar y triunfar en el ámbito que desee si persevera y mantiene una actitud basada en buscar la felicidad y no en huir de la tristeza, y si toma en consideración los pasos que habrá de dar para alcanzar sus objetivos. Así es como lo siente un niño, pero son extremadamente peculiares aquellos niños capaces de traducir todo esto a términos conscientes.
¿Por qué, entonces, el arte romántico suele decantarse por hipérboles gigantescas en lugar de presentar dichas actitudes en términos "realistas"? (Más adelante explico las comillas) Porque uno puede ser un éxito en el deporte, un gigante económico o la persona con más conocimientos del mundo, pero jamás podrá partir montañas o planetas solo con fuerza física -lo fascinante es que tal vez no pueda hacerlo con pura fuerza física, pero a día de hoy sí que existe la tecnología suficiente como para volar montañas e inclusive nuestro propio planeta-. La respuesta es sencilla: para resaltar lo más posible dichos sentimientos (los cuales, no me cansaré de repetir, son efecto y no causa), haciéndolos accesibles a todas las edades y niveles de cultura.
Otro ejemplo: cuando el protagonista de la serie animada Tengen Toppa Gurren Lagann, Simon, sale de su universo -literalmente- para encararse con otro universo entero -un antagonista representado por un universo al completo-, no vemos miedo o dudas en sus palabras o en sus acciones, a pesar del tamaño de su rival. Pero esa no es la cuestión: en esa escena vemos a un Simon adulto, sin miedo a nada y con una voluntad infinita; de niño era lo diametralmente opuesto, y a lo largo de la serie presenciamos dicha evolución. Pasa como en Dragon Ball o en cualquier obra que magnifique las acciones de los personajes: en los capítulos finales de Tengen... los contrincantes se arrojan galaxias, y cualquier ser humano que haya articulado cuatro frases en su vida sabe que eso no puede hacerse de ninguna manera. Empero, no es eso lo que se absorbe ni lo que seduce, sino la idea de que uno puede vencer sus miedos y mejorar en lo que desee siempre y cuando se lo proponga y actúe en consecuencia, racionalmente (huelga decir que el valor de Simon no le cae del cielo ni lo desarrolla de la noche a la mañana: constituye un logro personal que le cuesta años de pruebas durísimas, esfuerzos y pérdidas, y este es precisamente el elemento más importante y realista de toda obra romántica que se precie).
Más allá de atacar lo concreto (los poderes semi-divinos de Goku o la maquinaria galáctica de Tengen...), muchos opositores del Romanticismo -de los cuales probablemente casi ninguno sepa a qué ataca en realidad- tienen la desfachatez de gritar que lo que es imposible es la misma base y razón de ser del Romanticismo, a saber: la voluntad humana (suelen ser muy corrientes los argumentos de tipo determinista, los cuales alegan que en realidad no decidimos nada por nosotros mismos y que todo es un conglomerado de convenciones sociales sincrónicas de las que nadie escapa). Porque quizás algunas actitudes hacia la vida se les tornen inalcanzables, como la pasión constante e implacable de perseguir un sueño, pero basta con preguntarles "Imposible ¿para quién?". Ante eso no hay una respuesta coherente, pues la voluntad humana es virtualmente ilimitada, porque la ambición de un hombre racional jamás deja de crecer, y esto no es una cuestión de opiniones sino de entenderlo o no entenderlo. Esta es la explicación sobre por qué puse la palabra realistas entre comillas: porque ningún sueño es demasiado grande, y esta no es una metáfora vacía, es algo literalmente cierto.
Cierro con esto: desde luego que no somos infalibles -y tenemos la capacidad de darnos cuenta de ello-, pero de eso no puede traducirse que estamos impotentes e indefensos ante la naturaleza y/o ante nuestros semejantes, ni significa que la capacidad volitiva humana sea una mentira por el hecho de que no somos omnipotentes. Y precisamente por esto hay que decirle a todo enemigo del Romanticismo que esta escuela de arte no hace que las personas pierdan el contacto con la realidad, más bien al contrario: proporciona armas muy importantes para encarar la vida.
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