miércoles, 13 de marzo de 2013

Los perdidos de la Isla de San Luis

En un principio mi intención era ver esta obra porque uno de mis mejores amigos actuaba en ella. Me aseguró una y otra vez que era un papel de extra, casi sin diálogo; estaba decidido a ir, de todos modos. El día de la obra surgió un imprevisto: el ya mencionado amigo cayó enfermo. Aquí debió acabar esta historia, habida cuenta de que mi motivo inicial había desaparecido: ver actuar a este tío. Sin embargo, ya me había hecho a la idea de presenciar aquella obra, no tenía nada mejor que hacer y me apetecía dar un paseo hasta el lugar, que no quedaba precisamente cerca de mi casa.

En fin, llegué al sitio y esperé a que abriesen las puertas. Una vez abiertas, entré en una habitación con unas cuantas sillas dispuestas a lo largo de dicha sala. No había escenario como tal, pues público y actores quedaban al mismo nivel.

Ya antes de que entrase había allí cuatro mujeres y tres hombres, situados de espaldas al público, que se dedicaban a quitarse sus respectivas chaquetas, dejarlas en el suelo, recogerlas, ponérselas nuevamente y así una y otra vez con suma lentitud durante varios minutos. Me extrañó ver al público guardando un silencio de ultratumba, y comencé a sospechar algo que se me confirmaría unos días más tarde: la función no había comenzado realmente. Ese extraño prolegómeno no formaba parte -por así decirlo- de lo que venía a ser la obra; se trataba de una forma de lograr el mutismo del público, haciéndole creer que la obra estaba comenzando. Si no se trata de esto [lo que acabo de exponer], estoy ante la introducción más incomprensible y presuntuosa que he tenido la desgracia de encontrarme, pensé. Afortunadamente, fue lo primero y no lo segundo.

Después de aquel movimiento -muy astuto, he de reconocer- comenzó la obra de verdad. A primera vista me pareció sencillamente caótica: los personajes -aquellos que actuaban en la obra, más bien; no había protagonistas ni antagonistas, ni personajes propiamente dichos, o al menos yo no supe ver nada de eso- se movían constantemente, en apariencia sin sentido ni destino alguno. A veces, corriendo; otras veces, caminando con absoluta tranquilidad y leyendo un guion -cuaderno, chuleta, apuntes, lo que fuera-, un guion que leían sin intención de disimularlo. En algunas ocasiones leían en un tono de voz tan leve que tenía que hacer auténticos esfuerzos para escuchar lo que decían. Otras, en cambio, gritaban unas cuantas palabras a las que no les encontré sentido.

Había momentos en los que uno o varios actores se situaban tras una pared que les ocultaba de los ojos de los espectadores, y entablaban conversaciones o monólogos casi siempre de carácter sexual, amoroso y/o romántico. Muy de vez en cuando, algún actor o actriz se sentaba en una silla cuidadosamente colocada en la esquina izquierda de la sala para iniciar un soliloquio tremendamente lascivo y erótico.

Llegados a este punto, comenzaré a explicar los detalles que más llamaron mi atención. El más significativo tiene que ver con el contacto visual de los actores con el público. Durante la mayor parte del tiempo no te miraban directamente a los ojos si podían evitarlo. La forma que tenían de desplazarse por el escenario era más bien seca, desapasionada, y la expresión de sus rostros parecía estar enfocada a la indiferencia; caras inexpresivas. No obstante, en el momento de ir a sentarse en la silla a proferir comentarios francamente tórridos se sucedían varios cambios: la forma de caminar del actor o actriz en cuestión se volvía más sugerente, fluida, algo sensual. Pero el gran detalle es el siguiente: en ese preciso momento sí te miraban directamente a los ojos. Y no de cualquier manera, sino haciendo uso de una mirada encendida, seductora, en cierto modo satírica. El contraste resultaba impactante si no te lo veías venir: de estar varios minutos relajado -pero, aún así, alerta- a sentir ese calor que invade a la gente cuando lo que ve comienza a subir de tono. Una sensación acrecentada por el hecho de estar en grupo, por cierto. Además, durante esas partes la iluminación se concentraba únicamente en la silla, quedando el resto del reparto en el extremo opuesto del escenario y a oscuras, lo que te obligaba forzosamente a centrar tu atención en el actor situado en la silla. Y luego, vuelta al ciclo; y así constantemente.

Personalmente, veo esta obra como un intento de apelar a las emociones y sensaciones del público, algo que dista mucho del mero entretenimiento que surge cuando nos cuentan una historia. Un sentido más experimental, una experiencia en lugar de una obra. Huelga decir que el concepto me resulta innovador, atrevido y provocador, más a mí que por lo general no me entusiasmo demasiado con el teatro convencional. Creo que se buscaba jugar a una especie de tira y afloja con el público, zarandearlo, despertar un interés sincero. El argumento era lo de menos -suponiendo que existiera un verdadero argumento. De ser así, es evidente que no lo he captado-, o eso sospecho a raíz de todo lo dicho anteriormente. Dicho de otro modo, las palabras eran lo de menos.

Y luego está el asunto de los tonos de voz: cambiantes, oscilantes, superpuestos -ya que solían hablar varios al mismo tiempo, sin sincronización aparente, buscando crear (considero) un efecto hipnótico-.

Mi interpretación ha sido esta. Al margen de eso, he de decir que me gustó la obra -si bien me aburrí un poco al principio, hasta que comencé a verla como os he contado-; vi tras ella originalidad (lo cual ya de por sí es mucho más de lo que puede decir la mayoría sobre sus trabajos, sean de la índole que sea), y ese cariño, ese entusiasmo, todos esos impulsos indispensables a la hora de llevar a cabo cualquier forma de expresión artística. Y poco más que añadir. Aquella tarde pasé un rato agradable, interesante; a fin de cuentas, eso es lo más importante.

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