sábado, 16 de junio de 2012

Nazis con tentáculos invaden las aulas

Muchas personas tienen una visión del instituto bastante abyecta. Un lugar capaz de rivalizar con la más abominable de las prisiones, donde unos celadores descorazonados ejercen su propia justicia sin compasión alguna. Un campo de batalla donde, a menudo, impera la ley del más fuerte. Aquel rincón de la Tierra donde todo se rompe y con cuyos escombros debes cargar hasta el día de tu muerte.

Lo más triste es que no andan muy mal encaminados.

Al margen de que la inmensa mayoría de conceptos que enseñan en los institutos no sirven de gran cosa en la vida real (de los profesores se pueden aprender cosas bastante interesantes; de las asignaturas, casi nada), lo cierto es que no recuerdo con especial cariño mis días de estudiante de instituto. E incluso podría remontarme más todavía y rememorar los Tiempos Antiguos que acaecieron antes del instituto. Aquellos días se abalanzaban sobre ti como un ave carroñera, dispuestos a separar tu carne de tus huesos.

Sería imposible relatar todos los acontecimientos que me marcaron -para bien o para mal- entre los muros de mi instituto y, antes de eso, mi colegio; ni mi memoria ni mi paciencia dan para tanto. No obstante, algunas situaciones concretas -situaciones que oscilan entre la demencia, el miasma, lo absurdo y lo tenebroso- son, a mi parecer, realmente dignas de mención, quizás porque las recuerdo con total claridad a pesar del transcurso de los años.

Una vez, uno de mis profesores (a quien llamaremos Tenta, por aquello de los tentáculos que brotaban de su inexpugnable bigote) se acercó a la mesa que yo ocupaba, con rostro de profunda consternación y enfado.
- ¿Quiere usted explicarme qué es eso? - me preguntó.
- Bueno, lo que es está bastante claro. Pero yo no lo he dibujado - respondí, un tanto alarmado.
Tenta se refería a una esvástica tachada que alguien había puesto en mi mesa. Y no le mentí cuando le dije que yo no había dibujado eso. Huelga decir que no creyó mis palabras.
- Vaya ahora mismo al cuarto de baño y traiga papel y jabón para borrar... eso.
Intenté negarme, pero sus tentáculos bramaban clamando sangre -mi sangre-, y yo, que por aquel entonces contaba con apenas 12 años, no fui capaz de negarme. De modo que hice lo que me ordenó, y, cuando estaba borrando la esvástica tachada, intentando con toda mi voluntad no descojonarme a mandíbula batiente, pronunció una frase que se quedará grabada a fuego en mi mente para siempre.

"Así, así. Que no quede rastro de locura".

A día de hoy me sorprende el hecho de que fui capaz de contenerme ante una declaración abierta de nazismo por parte de mi profesor. No me refiero a que fuese algo que me molestase, ni muchísimo menos; cada cual es libre con su ignorancia. El caso es que mi reacción instintiva fue la de reír hasta morir, hasta que mi corazón estallase teniendo que aguantar 400 pulsaciones por minuto. Porque ya no fue tanto lo que dijo (y sí, manda cojones, porque lo que dijo aquel día aún estoy asimilándolo), sino cómo lo dijo. Aquel hombre se relamía de puro entusiasmo con la idea de ordenar a alguien que borrase un símbolo anti-nazi. Fue como si en su mente él estuviera librando una cruzada personal contra el comunismo o algo por el estilo (porque estoy convencido de que la palabras "comunismo" o "comunista" aparecieron en su mente casi instantaneamente cuando sus ojos se posaron en el dibujo). Tuve suerte de que en ese momento no imaginé una batalla a muerte entre él y Marx, porque eso habría socavado mi voluntad y habría sucumbido inevitablemente a la risa.

Dramatización del poder destructivo-nacional-socialista de Tenta, por cortesía de Noes


Otra situación se dio a raíz de que una profesora fue alumno por alumno y alumna por alumna preguntando si les gustaba su asignatura. Eso fue, sin duda, una de las mayores muestras de intimidación y narcisismo que he visto en mi vida. Sin embargo, hoy en día puedo decir -y con bastante orgullo- que fui el único de la clase que respondió conforme dictaban sus pensamientos. "No", fue mi respuesta. Ni más ni menos: "No". No lo dije relamiéndome, ni con maldad, ni con una sonrisa en los labios. Lo dije, sencillamente, como alguien que expone un hecho indiscutible y obvio. "No". Y ahí acabó mi respuesta, pues no intentó arrancarme ninguna palabra más. 

Pero yo no sospechaba lo que ocurriría a continuación. Aquel mismo día, ya por la tarde, sonó el teléfono. Mi madre contestó. Unos minutos más tarde, irrumpió en mi habitación hecha un basilisco. 
- ¡¿Tú le has dicho a tu profesora que no te gusta su asignatura?! ¡¿Eres gilipollas o qué te pasa?!
Por un lado, mi impulso fue, una vez más, reírme. Porque mi madre me lo planteó como si yo hubiese abordado a la profesora en un pasillo para gritarle, con los ojos saliéndoseme de las órbitas y echando espuma por la boca, que no me gustaba su asignatura, que la odiaba, que la detestaba y que necesitaba comerme sus vísceras. Por otro lado, mi madre me exigió que me disculpase con ella (como si tuviese que disculparme por algo, habida cuenta de que fue la profesora quien me preguntó a mí y yo, simple y llanamente, me limité a responder con sinceridad) y le dijese que en realidad sí que me gusta su asignatura pero que blablabla. Ahí, como es natural, me planté. Otros sienten un miedo irracional a la hora de contradecir a sus padres, pero yo le soy más fiel a mis principios que a mi propia familia, qué le vamos a hacer. Nunca me he gritado con mi madre como me grité aquella vez. ¿Y por qué? Porque una arpía malparida me hizo una pregunta absurda esperando que me amedrentase, pero no le salió como esperaba.


Ese mismo año otra profesora hizo algo parecido, pero con bastante más maldad. Se dedicó a preguntar a cada alumno y alumna cuáles eran sus aspiraciones en un futuro. Muchos, entusiasmados, aseguraban querer llegar a ser agobados, jueces o ingenieros. La profesora iba sistemáticamente gruñendo a aquellos estudiantes que jamás jamás JAMÁS alcanzarían esa meta que se habían propuesto, ya que ellos -decía ella- no tenían ni idea de cuán difíciles eran esas carreras. Tan solo a los alumnos más aventajados les concedía el privilegio de no destruir sus ilusiones, diciéndoles frases genéricas como: "Bueno, tú tienes buenas notas, tal vez puedas aspirar a eso". 

El colmo de aquel nauseabundo espectáculo llegó cuando se dispuso a preguntarle a uno de los alumnos con peores notas de la clase, pero en lugar de eso se limitó a hacer un gesto despectivo y decirle: "Bah, para qué molestarme en preguntarte". Y no lo hizo con buen gusto -si es que algo así puede decirse con buen gusto- ni en plan chiste pesado ni nada por el estilo: lo hizo con la clara intención de dejarle claro que, según su criterio, él era inferior por no destacar en un sistema educativo tan estúpido como es la enseñanza secundaria. En ese momento, lo que más deseé, desde el fondo de mi corazón, fue levantarme y decirle "Eres una zorra". Eso me habría traido una cantidad de problemas inenarrable, sí; pero me habría sentido a gusto conmigo mismo. Por desgracia, no tuve valor de hacerlo -y no, no pienses que no debí hacerlo "por respeto" a mi profesora, porque esa parodia de mujer no trataba con respeto a nadie-. 


En fin, situaciones adversas. Aquellos especímenes que tuve por profesores marcaron algunos de los años más penosos de mi vida. Pero hoy día, estaría encantado de vérmelas de nuevo con ellos y tratar sus estúpidas manías con ironía y optimismo. Me presentaría ante Tenta con una camiseta del "Che" Guevara, iría a casa de la estúpida manipuladora para decirle que sigue sin gustarme su asignatura, y llamaría todas las noches a las 4 de la mañana a la zorra implacable para decirle "Eres una zorra", y acto seguido colgar el teléfono. 

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