miércoles, 23 de mayo de 2012

Baldosas verdes

A veces olvido el encanto que tiene la ciudad donde vivo. Lo que empezó como un simple paseo terminó siendo una odisea en la que observé todo de distinta manera. Si caminas por una calle desierta y en completo silencio a excepción del sonido de tus pasos y el avance del THC por tus venas, e imaginas que cada coche aparcado es un rostro que vigila constantemente tus movimientos, la sensación es la de estar en un lugar construido por ti mismo.

-No puede ser.
-¿Qué ocurre, tío?
-El viento. El viento me ha quitado el porro de las manos.

Ya desde el principio, los propios elementos estaban en contra de la insanidad que devendría entre las pesadas horas de madrugada, ya fuera por envidia o por resentimiento. Pero la llamada de la destrucción no toleraba ser ignorada.

-Tío, qué paranoia.
-¿El qué?
-No sé.

Nunca lo sabremos. O quizás esa paranoia de la que me hablaba es, simple y llanamente, un concepto inexplicable como la idea de Dios. Ese último fragmento de diálogo pertenece a un día otrora marcado por ingentes cantidades de maldición verde, aunque ello no le ha impedido filtrarse entre los pliegues del tiempo. ¿Por qué? Me temo que es otro concepto. Fue una noche de conceptos, de hecho.

-El yonki.
-¿Qué dices, tío?
-Por encima de eso que me hablas, solo está El yonki.
-Pero explícamelo, por favor. ¿Qué es El yonki?
-Vive dentro de ti, tío. No te controla, pero es parte intrínseca de ti mismo. Todos nacen con la idea de El yonki.
-Me estás diciendo que El yonki es un concepto.
-Exacto.

¿De qué hablaba antes de que surgiese El yonki? Sinceramente, no lo recuerdo.

En cambio, sí recuerdo al sheriff cubano. En un restaurante de nombre impronunciable por el aparato fonológico humano, un caballero de mediana edad y acento cubano se abrió paso entre siete americanos ebrios para alcanzar su hamburguesa.

-Lo siento -dijo uno de los americanos con profundo acento americano, valga la redundancia.
-Alright.

Con esa escueta respuesta, pude sentir el peso de la leyenda de aquel hombre. Probablemente aquel restaurante fuese la última parada de un viaje de proporciones astronómicas. Presenciar esa sencilla y perfecta escena no tuvo precio. Nadie puede negar que el sheriff cubano es capaz de destruir el cosmos.

Seguimos avanzando, entre humo y dudas, por el camino de baldosas verdes. Exhalar lo doloroso nunca fue tan sencillo. Con la mente nublada, la belleza de la ciudad me asustaba, porque la belleza seduce y aleja de la verdad. Y no había lugar para la verdad. No durante aquellas horas.

-El viento también quiere.
-El viento es indigno.

Lejos de toda opinión existente, lo más excelso de aquel camino fue la absoluta ausencia de vida entre las calles. Absolutamente ningún ruido excepto el de nuestros pasos y palabras. Se sentía como el universo de El coleccionista de relojes extraordinarios: un demonio me prestó un reloj cuyo contacto me condujo a una realidad alternativa, más bella y siniestra.

Sobrevino la tragedia en mi mente. Imagina un recinto concurrido y rutilante, rebosante de actividad, como una sala rectangular plagada de estanterías con cintas de vídeo. En una esquina, hay una cortina que se mece perezosamente. Si te aventuras a atravesar dicha cortina, el ruido de la sala fallecerá de forma súbita e injusta. Del lado del cual viniste, no hay sala; tan solo la cortina y, detrás de ella, sólida e inamovible pared. La única opción es caminar por un pequeño pasillo de aspecto desarraigado. Y al final de dicho pasillo espera una sala idéntica a la anterior. ¿Idéntica? No tanto. Hay algunas diferencias: esta sala hállase vacía y silenciosamente pesada para el oído humano. El miedo en tu interior aumentará tanto más cuanto más cerca estés de dicha sala. Miedo primitivo, irracional, invasor. En la sala surgen demonios entre las estanterías; deidades terrenales sin rostro que te escupen a la cara tus más profundas angustias.

La sala concurrida era el bullicio, la despreocupación, era Mátrix. La sala vacía y habitada por demonios es la transición. El estallido de todo cuanto te acecha, preocupa, ofusca y aniquila. Y la transición no es voluntaria. Antes o después debe afrontarse. Antes o después se termina el camino de baldosas verdes.  



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