“Sí,
este puede ser un buen lugar para comenzar”, pensó.
Ante
Gomea, un vasto, yermo y esperanzador paisaje se extendía sin
límites ni reglas, como un lienzo en blanco dispuesto a expirar el
dolor y la desoladora inspiración de un artista infinitamente
virtuoso. Una inspiración tras la cual anidaba un sincero y
desesperado arrepentimiento por los errores del pasado.
“Olvídalo”,
se dijo; el recuerdo de aquel dantesco mundo que había optado por
dejar atrás le hería hasta el punto de hacerle montar en una cólera
fría y despiadada.
Pero
no debía tomarse aquella tarea con la precipitación e impaciencia
propias de un hacedor inexperto. Conocía con brutal precisión las
consecuencias de su último proyecto.
Dispuesto
a redimirse, se detuvo a reflexionar profundamente sobre su próximo
movimiento. El tiempo transcurría, imparcial ante toda forma de
existencia. Pero Gomea se sentía ajeno al propio tiempo, pues él
era inmortal, sempiterno.
Pero
ni tan siquiera las cualidades más divinas podían protegerle del
dolor de la comprensión, de la lucidez y del entendimiento.
Gomea,
como todo ser consciente, sufría.
Nada
cambió, al menos en apariencia. Sin embargo, los más profundos
velos de la memoria de Gomea se agitaron de forma turbulenta durante
milenios, los cuales a él se le antojaron como simples horas. Siglos
y siglos de planificación dieron su fruto, y Gomea actuó.
Imagina
al más excelso compositor de todos los tiempos recreándose en las
delicias de su propia habilidad mientras elabora melodías capaces de
emocionar hasta el llanto a los más grandes y sabios reyes que hayan
gobernado sobre la faz de la Tierra. Imagina al más exquisito de los
pintores mientras su alma se expande cuando crea obras de arte sobre
el lienzo cuya belleza exige ser alabada desde el abismo de los
siglos. Imagina la luz que se hace en la mente de un físico cuando
desentraña los más intrincados misterios del Universo mediante
fórmulas matemáticas vedadas al resto de los mortales.
Imagina
todo eso y eleva su grandiosidad hasta donde te alcance la
imaginación; pero jamás te aproximarás lo más mínimo a lo que
hizo Gomea en aquel momento
.
Desgarrando
los pliegues del espacio-tiempo, la fuerza creadora se abrió camino
sin consideración alguna, ansiosa de ejercer su papel en aquella
ínfima porción de realidad en la que la vida surgía nuevamente. Y
Gomea forjó, trazó filigranas, creó.
El
proceso fue lento, tedioso, incluso para un ser como él. Al fin y al
cabo, era grande su esmero por hacer que aquel proyecto resultara
perfecto. Mientras creaba, le embargaron sensaciones bellas,
maravillosas e inenarrables. El sufrimiento se apartó a un segundo
plano, como si realmente se sintiese un intruso en la perfecta
vorágine que Gomea experimentaba; mas no por ello desapareció.
Jamás lo haría.
Tras la avasalladora fuerza de lo nuevo, sobrevino el silencio: el
silencio de un amanecer limpio y joven, que se asomaba tímidamente
por los confines de una creación primigenia. Con toda la
consistencia de su solidez etérea, Gomea se desplomó en la
superficie virgen que constituía su nueva obra, y suspiró con
infinito cansancio y alivio. A dicho suspiro le sobrevino otro, esta
vez de satisfacción, pues le rodeaba un panorama de belleza salvaje,
envidiable, casi injusta.
El
nuevo mundo que albergaría la vida que tanto añoraba.
“No
necesito modificar nada”, pensó Gomea, “al menos, no de
momento”. Así pues, habiendo concluido el deseo que con urgencia
bramaba desde lo más profundo de su alma, simplemente se limitó a
esperar y contemplar.
El
abrumador paso del tiempo le había hecho olvidar el curioso placer
de presenciar los comienzos de un mundo que, técnicamente, le
pertenecía por derecho. Con tremenda emoción, observó los primeros
pasos de la vida más simple y pura. Al principio, no se mostró
excesivamente preocupado por el avance de los primeros organismos;
optó por no hacer más que relajarse y deleitarse con el soberbio
espectáculo que se extendía ante él, ajeno a todo aquello que no
implicase la supervivencia en su sentido más primitivo
.
Al
cabo de millones de años, cuando Gomea empezaba a convencerse de que
podría recuperar algún día la felicidad perdida, ocurrió aquello
que más temía: la evolución había decidido dar un paso importante
en su camino, pues ciertos mamíferos comenzaron a desenvolverse
mejor sobre dos piernas y a utilizar, en aras de agilizar sus
necesidades vitales más básicas, los materiales que el propio mundo
escupía. Los seres que poseían el impulso vital del cambio y la
innovación se desperezaban lenta y pacientemente.
Gomea
sabía que era el momento de prestar cuidadosa atención al futuro;
era consciente de que un solo fallo podría hacer que su preciado
proyecto se desmoronase sin remedio.
Con
escalofriante rapidez, aquellos mamíferos aprendieron a aprovechar
el entorno que les rodeaba en su propio beneficio. Comprendieron el
uso que podían darle a los restos de los animales muertos: sus
pieles y huesos eran útiles. La necesidad de atrapar presas de gran
tamaño les impulsó a comunicarse entre ellos, a ser sociables, a
elaborar una forma de entendimiento común: el lenguaje. Pero no
todos compartían las mismas técnicas de caza o de labranza, lo que
les hizo separarse y adoptar caminos diferentes. Con el tiempo,
existieron distintos lenguajes. Con el tiempo, las diferencias entre
los individuos se fueron acrecentando.
Con
el tiempo, el ser humano aparecía como tal.
Gomea
pensó que no había nada de lo que preocuparse aún. Simplemente, la
necesidad de formar grupos también había traído consigo la
necesidad de cierta autonomía de esos grupos. Se toleraban, se
respetaban y se permitían vivir en paz.
Pero
antes de lo esperado, hizo acto de presencia la piedra angular de
toda forma de caos, odio, confrontación y salvajismo.
Sucedió
que, en su búsqueda de nuevas tierras, aquellos grupos exploraron
progresivamente los territorios que conformaban el planeta y
procedieron a asentarse en ellos. Algunos se asentaban en zonas
marítimas; otros, en desiertos; otros, en lugares propensos a las
tormentas; otros, en territorios próximos a las montañas. Fue
entonces cuando diferencias más profundas marcaron la forma de ser
de los distintos grupos: aquellos que se asentaron en zonas de
poderosa influencia marítima, quedaron maravillados ante la vastedad
y los impredecibles cambios de los mares, por lo que dedujeron que un
poder sobrenatural inducía tales cambios; aquellos que habitaban en
los desiertos, supusieron que semejante calor y sofoco tenían origen
divino; aquellos que emigraron a lugares que acostumbraban a recibir
el azote de las tormentas, procedieron a adorar al ser que, según su
entendimiento, anidaba tras tales fenómenos; aquellos que eligieron
las zonas próximas a las montañas, alzaron sus ojos hacia el cielo
infinito y el aire que este contenía, por lo que se convencieron de
que esa fuerza invisible que acariciaba sus rostros en forma de brisa
era una especie de ente inmortal.
Habían
nacido los primeros cultos religiosos.
Ante
Gomea se planteaba un dilema de difícil solución. ¿Debía acaparar
la atención de aquellos grupos e intentar hacerles entender que
ninguna deidad les observaba desde los mares, los desiertos, los
rayos o el aire? ¿O tomarían su presencia y sus palabras como una
tremenda e incomprensible blasfemia? ¿Podría demostrarles que era
él, y solo él, el hacedor de su mundo? ¿Estarían preparados para
asimilarlo? ¿Le creerían? Más aún, ¿tendrían siquiera en
consideración sus palabras? ¿Serían capaces de aceptar su consejo,
dejar de lado las diferencias y aprender a respetarse unos a otros?
Porque Gomea ya se había percatado de que las guerras de religión
eran una realidad que surgía sin misericordia alguna. Era plenamente
consciente del peligro que acarreaban aquellos conflictos, pues había
presenciado otros con anterioridad. Sabía que la religión iba a
separar sin remedio, para siempre y de forma cruel, a sus preciadas
criaturas. Sabía que la religión fundaría imperios intolerantes y
elitistas. Sabía que la religión sería el hilo conductor de una
sucesión de problemas de magnitud semejante
.
Durante
largo rato, Gomea reflexionó sobre sus posibilidades, sus
expectativas, y sobre si tal vez debiera inmiscuirse de forma más
directa en la actividad humana. Sin tener constancia, pues el tiempo
no significaba lo mismo para él que para el resto de los mortales,
los humanos se pusieron en marcha. Las armas chocaron, derramando
sangre y lágrimas. La fuerza logró que el más poderoso
prevaleciera, y no el más justo. Una religión se impuso sobre todas
las demás, tomando desproporcionadas represalias contra todo aquel
que se negase a adoptarla. Dicha religión sembró el miedo durante
mucho, mucho tiempo, para terminar perdiendo su supremacía y
desaparecer lentamente. Pero surgieron otras, tan crueles y
despiadadas como las anteriores, en un lamentable y doloroso ciclo
sin fin.
Cuando
Gomea, sobresaltado, echó un vistazo a su creación, sintió cómo
el dolor, que durante mucho tiempo había permanecido aletargado, le
volvía a atravesar sin compasión...
…
para luego extinguirse tan súbitamente como había surgido, pues la
luz se había hecho en su mente en el instante que más lo
necesitaba.
Los
humanos habían desperdiciado dos oportunidades únicas –tan únicas
y especiales, de hecho, que ni ellos mismos podían llegar a
discernir los límites de tal ofrenda–. Habían corrompido a sus
semejantes y se habían corrompido a sí mismos. Habían echado a
perder la oportunidad de coronarse como los más sabios y perfectos
señores de la creación. Habían sembrado el caos, la desolación,
la muerte, el miedo, la desesperación, la sinrazón, el odio y la
ignorancia por el significado de una sola palabra: religión.
Gomea
se sentía incapaz de sentir lástima por la raza humana, y no por el
hecho de gozar de una posición privilegiada en el cosmos; no por
poseer la capacidad de engendrar vida, de forjar mundos. No.
Gomea
no podía profesar sentimientos hacia unos seres egoístas, víctimas
de un raciocinio inmerecido; que ni tan siquiera querían, ahogados
en su propia arrogancia, dejarse ayudar. No podía amar a aquellos
que destruían, saqueaban y envenenaban su mundo.
Que
ya lo habían hecho dos veces y, comprendió Gomea, volverían a
hacerlo si se les presentaba otra ocasión semejante.
Con
todo, no se sentía con el derecho de castigar dicho comportamiento,
por muy execrable que pudiera llegar a ser. No habría sido justo,
pues, al fin y al cabo, los humanos eran seres racionales y, como
tales, habían elegido su propio destino.
Un
destino que no era otro que permanecer solos en el Universo por el
resto de la eternidad, pues no merecían un trato mejor.
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