domingo, 13 de mayo de 2012

Nuevo


“Sí, este puede ser un buen lugar para comenzar”, pensó.

Ante Gomea, un vasto, yermo y esperanzador paisaje se extendía sin límites ni reglas, como un lienzo en blanco dispuesto a expirar el dolor y la desoladora inspiración de un artista infinitamente virtuoso. Una inspiración tras la cual anidaba un sincero y desesperado arrepentimiento por los errores del pasado. 
 
“Olvídalo”, se dijo; el recuerdo de aquel dantesco mundo que había optado por dejar atrás le hería hasta el punto de hacerle montar en una cólera fría y despiadada.

Pero no debía tomarse aquella tarea con la precipitación e impaciencia propias de un hacedor inexperto. Conocía con brutal precisión las consecuencias de su último proyecto.

Dispuesto a redimirse, se detuvo a reflexionar profundamente sobre su próximo movimiento. El tiempo transcurría, imparcial ante toda forma de existencia. Pero Gomea se sentía ajeno al propio tiempo, pues él era inmortal, sempiterno.

Pero ni tan siquiera las cualidades más divinas podían protegerle del dolor de la comprensión, de la lucidez y del entendimiento.

Gomea, como todo ser consciente, sufría.



Nada cambió, al menos en apariencia. Sin embargo, los más profundos velos de la memoria de Gomea se agitaron de forma turbulenta durante milenios, los cuales a él se le antojaron como simples horas. Siglos y siglos de planificación dieron su fruto, y Gomea actuó.

Imagina al más excelso compositor de todos los tiempos recreándose en las delicias de su propia habilidad mientras elabora melodías capaces de emocionar hasta el llanto a los más grandes y sabios reyes que hayan gobernado sobre la faz de la Tierra. Imagina al más exquisito de los pintores mientras su alma se expande cuando crea obras de arte sobre el lienzo cuya belleza exige ser alabada desde el abismo de los siglos. Imagina la luz que se hace en la mente de un físico cuando desentraña los más intrincados misterios del Universo mediante fórmulas matemáticas vedadas al resto de los mortales. 
 
Imagina todo eso y eleva su grandiosidad hasta donde te alcance la imaginación; pero jamás te aproximarás lo más mínimo a lo que hizo Gomea en aquel momento
.
Desgarrando los pliegues del espacio-tiempo, la fuerza creadora se abrió camino sin consideración alguna, ansiosa de ejercer su papel en aquella ínfima porción de realidad en la que la vida surgía nuevamente. Y Gomea forjó, trazó filigranas, creó
 
El proceso fue lento, tedioso, incluso para un ser como él. Al fin y al cabo, era grande su esmero por hacer que aquel proyecto resultara perfecto. Mientras creaba, le embargaron sensaciones bellas, maravillosas e inenarrables. El sufrimiento se apartó a un segundo plano, como si realmente se sintiese un intruso en la perfecta vorágine que Gomea experimentaba; mas no por ello desapareció. Jamás lo haría.

 

Tras la avasalladora fuerza de lo nuevo, sobrevino el silencio: el silencio de un amanecer limpio y joven, que se asomaba tímidamente por los confines de una creación primigenia. Con toda la consistencia de su solidez etérea, Gomea se desplomó en la superficie virgen que constituía su nueva obra, y suspiró con infinito cansancio y alivio. A dicho suspiro le sobrevino otro, esta vez de satisfacción, pues le rodeaba un panorama de belleza salvaje, envidiable, casi injusta.

El nuevo mundo que albergaría la vida que tanto añoraba. 
 
“No necesito modificar nada”, pensó Gomea, “al menos, no de momento”. Así pues, habiendo concluido el deseo que con urgencia bramaba desde lo más profundo de su alma, simplemente se limitó a esperar y contemplar.

El abrumador paso del tiempo le había hecho olvidar el curioso placer de presenciar los comienzos de un mundo que, técnicamente, le pertenecía por derecho. Con tremenda emoción, observó los primeros pasos de la vida más simple y pura. Al principio, no se mostró excesivamente preocupado por el avance de los primeros organismos; optó por no hacer más que relajarse y deleitarse con el soberbio espectáculo que se extendía ante él, ajeno a todo aquello que no implicase la supervivencia en su sentido más primitivo
.
Al cabo de millones de años, cuando Gomea empezaba a convencerse de que podría recuperar algún día la felicidad perdida, ocurrió aquello que más temía: la evolución había decidido dar un paso importante en su camino, pues ciertos mamíferos comenzaron a desenvolverse mejor sobre dos piernas y a utilizar, en aras de agilizar sus necesidades vitales más básicas, los materiales que el propio mundo escupía. Los seres que poseían el impulso vital del cambio y la innovación se desperezaban lenta y pacientemente.

Gomea sabía que era el momento de prestar cuidadosa atención al futuro; era consciente de que un solo fallo podría hacer que su preciado proyecto se desmoronase sin remedio.
Con escalofriante rapidez, aquellos mamíferos aprendieron a aprovechar el entorno que les rodeaba en su propio beneficio. Comprendieron el uso que podían darle a los restos de los animales muertos: sus pieles y huesos eran útiles. La necesidad de atrapar presas de gran tamaño les impulsó a comunicarse entre ellos, a ser sociables, a elaborar una forma de entendimiento común: el lenguaje. Pero no todos compartían las mismas técnicas de caza o de labranza, lo que les hizo separarse y adoptar caminos diferentes. Con el tiempo, existieron distintos lenguajes. Con el tiempo, las diferencias entre los individuos se fueron acrecentando.
Con el tiempo, el ser humano aparecía como tal.

Gomea pensó que no había nada de lo que preocuparse aún. Simplemente, la necesidad de formar grupos también había traído consigo la necesidad de cierta autonomía de esos grupos. Se toleraban, se respetaban y se permitían vivir en paz.

Pero antes de lo esperado, hizo acto de presencia la piedra angular de toda forma de caos, odio, confrontación y salvajismo.

Sucedió que, en su búsqueda de nuevas tierras, aquellos grupos exploraron progresivamente los territorios que conformaban el planeta y procedieron a asentarse en ellos. Algunos se asentaban en zonas marítimas; otros, en desiertos; otros, en lugares propensos a las tormentas; otros, en territorios próximos a las montañas. Fue entonces cuando diferencias más profundas marcaron la forma de ser de los distintos grupos: aquellos que se asentaron en zonas de poderosa influencia marítima, quedaron maravillados ante la vastedad y los impredecibles cambios de los mares, por lo que dedujeron que un poder sobrenatural inducía tales cambios; aquellos que habitaban en los desiertos, supusieron que semejante calor y sofoco tenían origen divino; aquellos que emigraron a lugares que acostumbraban a recibir el azote de las tormentas, procedieron a adorar al ser que, según su entendimiento, anidaba tras tales fenómenos; aquellos que eligieron las zonas próximas a las montañas, alzaron sus ojos hacia el cielo infinito y el aire que este contenía, por lo que se convencieron de que esa fuerza invisible que acariciaba sus rostros en forma de brisa era una especie de ente inmortal.
 
Habían nacido los primeros cultos religiosos.

Ante Gomea se planteaba un dilema de difícil solución. ¿Debía acaparar la atención de aquellos grupos e intentar hacerles entender que ninguna deidad les observaba desde los mares, los desiertos, los rayos o el aire? ¿O tomarían su presencia y sus palabras como una tremenda e incomprensible blasfemia? ¿Podría demostrarles que era él, y solo él, el hacedor de su mundo? ¿Estarían preparados para asimilarlo? ¿Le creerían? Más aún, ¿tendrían siquiera en consideración sus palabras? ¿Serían capaces de aceptar su consejo, dejar de lado las diferencias y aprender a respetarse unos a otros? Porque Gomea ya se había percatado de que las guerras de religión eran una realidad que surgía sin misericordia alguna. Era plenamente consciente del peligro que acarreaban aquellos conflictos, pues había presenciado otros con anterioridad. Sabía que la religión iba a separar sin remedio, para siempre y de forma cruel, a sus preciadas criaturas. Sabía que la religión fundaría imperios intolerantes y elitistas. Sabía que la religión sería el hilo conductor de una sucesión de problemas de magnitud semejante
.
Durante largo rato, Gomea reflexionó sobre sus posibilidades, sus expectativas, y sobre si tal vez debiera inmiscuirse de forma más directa en la actividad humana. Sin tener constancia, pues el tiempo no significaba lo mismo para él que para el resto de los mortales, los humanos se pusieron en marcha. Las armas chocaron, derramando sangre y lágrimas. La fuerza logró que el más poderoso prevaleciera, y no el más justo. Una religión se impuso sobre todas las demás, tomando desproporcionadas represalias contra todo aquel que se negase a adoptarla. Dicha religión sembró el miedo durante mucho, mucho tiempo, para terminar perdiendo su supremacía y desaparecer lentamente. Pero surgieron otras, tan crueles y despiadadas como las anteriores, en un lamentable y doloroso ciclo sin fin.

Cuando Gomea, sobresaltado, echó un vistazo a su creación, sintió cómo el dolor, que durante mucho tiempo había permanecido aletargado, le volvía a atravesar sin compasión...

… para luego extinguirse tan súbitamente como había surgido, pues la luz se había hecho en su mente en el instante que más lo necesitaba. 
 
Los humanos habían desperdiciado dos oportunidades únicas –tan únicas y especiales, de hecho, que ni ellos mismos podían llegar a discernir los límites de tal ofrenda–. Habían corrompido a sus semejantes y se habían corrompido a sí mismos. Habían echado a perder la oportunidad de coronarse como los más sabios y perfectos señores de la creación. Habían sembrado el caos, la desolación, la muerte, el miedo, la desesperación, la sinrazón, el odio y la ignorancia por el significado de una sola palabra: religión.

Gomea se sentía incapaz de sentir lástima por la raza humana, y no por el hecho de gozar de una posición privilegiada en el cosmos; no por poseer la capacidad de engendrar vida, de forjar mundos. No.

Gomea no podía profesar sentimientos hacia unos seres egoístas, víctimas de un raciocinio inmerecido; que ni tan siquiera querían, ahogados en su propia arrogancia, dejarse ayudar. No podía amar a aquellos que destruían, saqueaban y envenenaban su mundo.
Que ya lo habían hecho dos veces y, comprendió Gomea, volverían a hacerlo si se les presentaba otra ocasión semejante. 
 
Con todo, no se sentía con el derecho de castigar dicho comportamiento, por muy execrable que pudiera llegar a ser. No habría sido justo, pues, al fin y al cabo, los humanos eran seres racionales y, como tales, habían elegido su propio destino.

Un destino que no era otro que permanecer solos en el Universo por el resto de la eternidad, pues no merecían un trato mejor.

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