La
niebla era inexpugnable y se extendía, inmisericorde, ante él.
Antes
de tomar consciencia de sí mismo, de la niebla, de la fuerza que le
impulsaba irremediablemente hacia adelante, se veía incapaz de
discernir qué existió antes. ¿Cuál era la realidad, salvo la
niebla sempiterna que asfixiaba sus sentidos? No sabía a qué
atenerse; aquella inexplicable situación se cernía sobre él como
la más sádica trampa onírica imaginable. Durante lo que a él se
le antojó como una eternidad, anduvo entre aquellos fantasmagóricos
jirones, ajeno a su propia mente.
La
premura no era una alternativa a considerar. La luz que hendía las
tinieblas era caprichosa y carecía de memoria y de concepción
alguna del lento avance de todo cuanto existe y puede concebirse.
Sentía
paz; pero no se trataba de la paz propia de la lucidez. La paz, al
igual que el hecho de intentar acelerar aquel inenarrable proceso, no
era una alternativa: lo envolvía todo con un manto opaco y frío,
aislándolo de cualquier capacidad de raciocinio. Simplemente, se
limitaba a constituir un lugar necesario, una venganza necesaria
contra el vacío.
Y
así era la paz que anidaba en su interior, inherente a su débil
consciencia: vacía y oscura como un océano de horizonte negro;
insondable, como el más profundo de los abismos.
El
suelo comenzaba a mostrar consistencia, calidez. No se limitaba a un
terreno perfecto y llano, a una superficie sobre la que apoyar los
pies para escapar de una caída sin retorno. El camino subía,
bajaba, presentaba claras irregularidades e incluso se bifurcaba en
contadas ocasiones.
Una
sensación de familiaridad se apoderó repentinamente de él al
asimilar que existía un suelo: un suelo como tantos otros, un
elemento intrínseco. Dicha sensación recorrió cada fibra de su
ser, y una cadena invisible se quebró con rapidez hasta estallar en
incontables fragmentos.
Ahora
poseía opciones. Ahora quería correr, necesitaba apresurarse.
Así lo hizo; y dándose cuenta de que su cuerpo respondía a sus
deseos, la niebla comenzó a despejarse. Pudo ver sus brazos, sus
piernas, su torso. Palpó su rostro y notó calidez. En su pecho no
había dejado de latir un corazón. Su cerebro no se hizo de rogar.
Su
alma abrió los ojos violentamente.
Y
entonces, llegó el dolor.
Con
el despertar del alma, un torrente arrollador de recuerdos inundó
todo su ser en cuestión de segundos. Millones de imágenes y
conceptos abrumadores se superpusieron entre sí: lugares, colores,
sensaciones, rostros, miradas, andanzas, emociones y sentimientos. Su
ser no lograba albergar tamaña corriente de dolor.
La
confusión imperó en un principio, algo que supo agradecer
amargamente durante un ínfimo instante antes de tomar plena
consciencia de sí mismo: todos aquellos rostros tenían nombres. Los
lugares estaban impregnados de significado. Las miradas ardían y
marcaban un antes y un después.
Las
emociones convertían su corazón en el núcleo incandescente de una
estrella.
Los
sentimientos estallaban con la colosal fuerza de una supernova,
haciéndole infinito o condenándole a la oscuridad.
¿Por
qué? ¿Qué es esto? Basta ya. No...
Una
presión inhumana le aplastó el alma, como si el cielo hubiese sido
sustituido por un inmenso océano. Gritó, pero su voz no resonó en
sus oídos. Gritó por segunda vez.
En
esta ocasión sí pudo escucharse a sí mismo profiriendo el grito, y
el timbre de su propia voz le tranquilizó sobremanera. Abrió los
ojos y miró a su alrededor: la niebla había desaparecido.
Ante
él se alzaba, desafiando a cualquier ley lógica, un palacio de
formas y dimensiones inconcebibles. Torreones del más fino cristal
acuchillaban el cielo, de dantesca belleza, salpicado de bellas
nebulosas. El marfil y el diamante se buscaban sin cesar dentro de
aquella extraña arquitectura, con la aparente intención de fundirse
el uno con el otro, de crear filigranas más y más hermosas. Y es
que parecía que cada centímetro de aquella edificación brillaba
con luz propia y se alimentaba con diminutos y cegadores corazones de
oro.
Semejante
visión hizo que abrasadoras lágrimas de pura dicha corriesen
veloces por sus mejillas. Nunca más reflexionaría sobre el asunto,
pero el dolor que martirizaba su alma había desaparecido sin ofrecer
resistencia alguna. La sola contemplación de lo bello, lo inmortal,
había actuado como un bálsamo indestructible.
De
repente, las enormes puertas de reluciente roble que presidían el
espectáculo arquitectónico se abrieron de par en par. Tras ellas
surgió un individuo de rostro etéreo, pero maduro, larga melena
plateada y barba trenzada y de las mismas tonalidades. El color de
sus ojos era indefinido y contenía todas las estrellas del universo.
–Has
encontrado el camino -dijo el hombre; no era una pregunta.
–¿Existía
un camino? -preguntó él. Se sorprendió a sí mismo formulando
dicha pregunta.
–De
no existir, tampoco existiría un final o un comienzo, ¿no crees?
-inquirió el otro, sonriendo ampliamente-. Sin embargo, has llegado
hasta aquí.
Y
con un amplio gesto de su brazo, le invitó a traspasar aquel umbral
de leyenda.
No
se hizo de rogar, y con pasos lentos pero firmes aceptó la
invitación.
Ahora
se hallaba en una sala rectangular de longitud y techos inmensos,
amueblada con numerosas mesas (a su vez, rectangulares) que recorrían
la sala de parte a parte, dispuestas a modo de banquete. Gigantescos
barriles con sus respectivos expendedores reposaban contra las
paredes, y docenas de personas ataviadas con indumentaria de guerra
se servían vino en copas de oro mientras charlaban alegremente entre
sí.
Efectivamente,
la primera impresión que tuvo fue la de un grupo de personas
almorzando o cenando antes de entablar batalla. No obstante, en sus
rostros no podía leerse el más mínimo atisbo de miedo o tristeza.
Algunos cantaban a pleno pulmón; otros, más tranquilos, preferían
formar pequeños grupos y charlar ante un opíparo festín y
degustando grandes cantidades de alcohol; otros se decantaban por la
soledad, y bebían en silencio, absortos en sus pensamientos; con
extraordinaria e injusta maestría, otros acariciaban arpas, laúdes,
liras y diversos instrumentos, inundando el ambiente con melodías de
otro mundo. Pero todos ellos poseían un denominador común: la
serenidad insondable que enmarcaba rostros y personalidades tan
distintas, pero unidas por una misma e ineludible realidad.
–No
es el final, sino el comienzo -susurró-. Un comienzo que no aspira a
conocer un final.
Embargado
por la comprensión, las tinieblas mundanas desaparecieron para
siempre de sus ojos, siendo sustituidas por el refulgente calor de la
eternidad.
Y
estando de más las palabras, las dudas, las preguntas, las
agitaciones racionales, la niebla que había extendido sus garras
intentando desolar su corazón, y cualquier perturbación rencorosa y
externa, no le quedó más que unirse al hedonista y sempiterno
banquete que habría de celebrarse hasta el final de los tiempos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario