martes, 8 de mayo de 2012

Final, comienzo


La niebla era inexpugnable y se extendía, inmisericorde, ante él.

Antes de tomar consciencia de sí mismo, de la niebla, de la fuerza que le impulsaba irremediablemente hacia adelante, se veía incapaz de discernir qué existió antes. ¿Cuál era la realidad, salvo la niebla sempiterna que asfixiaba sus sentidos? No sabía a qué atenerse; aquella inexplicable situación se cernía sobre él como la más sádica trampa onírica imaginable. Durante lo que a él se le antojó como una eternidad, anduvo entre aquellos fantasmagóricos jirones, ajeno a su propia mente.

La premura no era una alternativa a considerar. La luz que hendía las tinieblas era caprichosa y carecía de memoria y de concepción alguna del lento avance de todo cuanto existe y puede concebirse. 
 
Sentía paz; pero no se trataba de la paz propia de la lucidez. La paz, al igual que el hecho de intentar acelerar aquel inenarrable proceso, no era una alternativa: lo envolvía todo con un manto opaco y frío, aislándolo de cualquier capacidad de raciocinio. Simplemente, se limitaba a constituir un lugar necesario, una venganza necesaria contra el vacío. 
 
Y así era la paz que anidaba en su interior, inherente a su débil consciencia: vacía y oscura como un océano de horizonte negro; insondable, como el más profundo de los abismos. 
 
El suelo comenzaba a mostrar consistencia, calidez. No se limitaba a un terreno perfecto y llano, a una superficie sobre la que apoyar los pies para escapar de una caída sin retorno. El camino subía, bajaba, presentaba claras irregularidades e incluso se bifurcaba en contadas ocasiones. 
 
Una sensación de familiaridad se apoderó repentinamente de él al asimilar que existía un suelo: un suelo como tantos otros, un elemento intrínseco. Dicha sensación recorrió cada fibra de su ser, y una cadena invisible se quebró con rapidez hasta estallar en incontables fragmentos.
Ahora poseía opciones. Ahora quería correr, necesitaba apresurarse. Así lo hizo; y dándose cuenta de que su cuerpo respondía a sus deseos, la niebla comenzó a despejarse. Pudo ver sus brazos, sus piernas, su torso. Palpó su rostro y notó calidez. En su pecho no había dejado de latir un corazón. Su cerebro no se hizo de rogar.

Su alma abrió los ojos violentamente.

Y entonces, llegó el dolor.

Con el despertar del alma, un torrente arrollador de recuerdos inundó todo su ser en cuestión de segundos. Millones de imágenes y conceptos abrumadores se superpusieron entre sí: lugares, colores, sensaciones, rostros, miradas, andanzas, emociones y sentimientos. Su ser no lograba albergar tamaña corriente de dolor. 
 
La confusión imperó en un principio, algo que supo agradecer amargamente durante un ínfimo instante antes de tomar plena consciencia de sí mismo: todos aquellos rostros tenían nombres. Los lugares estaban impregnados de significado. Las miradas ardían y marcaban un antes y un después. 
 
Las emociones convertían su corazón en el núcleo incandescente de una estrella.
Los sentimientos estallaban con la colosal fuerza de una supernova, haciéndole infinito o condenándole a la oscuridad. 
  
¿Por qué? ¿Qué es esto? Basta ya. No... 
 
Una presión inhumana le aplastó el alma, como si el cielo hubiese sido sustituido por un inmenso océano. Gritó, pero su voz no resonó en sus oídos. Gritó por segunda vez.

En esta ocasión sí pudo escucharse a sí mismo profiriendo el grito, y el timbre de su propia voz le tranquilizó sobremanera. Abrió los ojos y miró a su alrededor: la niebla había desaparecido.
 
Ante él se alzaba, desafiando a cualquier ley lógica, un palacio de formas y dimensiones inconcebibles. Torreones del más fino cristal acuchillaban el cielo, de dantesca belleza, salpicado de bellas nebulosas. El marfil y el diamante se buscaban sin cesar dentro de aquella extraña arquitectura, con la aparente intención de fundirse el uno con el otro, de crear filigranas más y más hermosas. Y es que parecía que cada centímetro de aquella edificación brillaba con luz propia y se alimentaba con diminutos y cegadores corazones de oro. 
 
Semejante visión hizo que abrasadoras lágrimas de pura dicha corriesen veloces por sus mejillas. Nunca más reflexionaría sobre el asunto, pero el dolor que martirizaba su alma había desaparecido sin ofrecer resistencia alguna. La sola contemplación de lo bello, lo inmortal, había actuado como un bálsamo indestructible.

De repente, las enormes puertas de reluciente roble que presidían el espectáculo arquitectónico se abrieron de par en par. Tras ellas surgió un individuo de rostro etéreo, pero maduro, larga melena plateada y barba trenzada y de las mismas tonalidades. El color de sus ojos era indefinido y contenía todas las estrellas del universo. 
 
–Has encontrado el camino -dijo el hombre; no era una pregunta.

–¿Existía un camino? -preguntó él. Se sorprendió a sí mismo formulando dicha pregunta. 
 
–De no existir, tampoco existiría un final o un comienzo, ¿no crees? -inquirió el otro, sonriendo ampliamente-. Sin embargo, has llegado hasta aquí.

Y con un amplio gesto de su brazo, le invitó a traspasar aquel umbral de leyenda.

No se hizo de rogar, y con pasos lentos pero firmes aceptó la invitación.

Ahora se hallaba en una sala rectangular de longitud y techos inmensos, amueblada con numerosas mesas (a su vez, rectangulares) que recorrían la sala de parte a parte, dispuestas a modo de banquete. Gigantescos barriles con sus respectivos expendedores reposaban contra las paredes, y docenas de personas ataviadas con indumentaria de guerra se servían vino en copas de oro mientras charlaban alegremente entre sí. 
 
Efectivamente, la primera impresión que tuvo fue la de un grupo de personas almorzando o cenando antes de entablar batalla. No obstante, en sus rostros no podía leerse el más mínimo atisbo de miedo o tristeza. Algunos cantaban a pleno pulmón; otros, más tranquilos, preferían formar pequeños grupos y charlar ante un opíparo festín y degustando grandes cantidades de alcohol; otros se decantaban por la soledad, y bebían en silencio, absortos en sus pensamientos; con extraordinaria e injusta maestría, otros acariciaban arpas, laúdes, liras y diversos instrumentos, inundando el ambiente con melodías de otro mundo. Pero todos ellos poseían un denominador común: la serenidad insondable que enmarcaba rostros y personalidades tan distintas, pero unidas por una misma e ineludible realidad.

–No es el final, sino el comienzo -susurró-. Un comienzo que no aspira a conocer un final.
 
Embargado por la comprensión, las tinieblas mundanas desaparecieron para siempre de sus ojos, siendo sustituidas por el refulgente calor de la eternidad. 
 
Y estando de más las palabras, las dudas, las preguntas, las agitaciones racionales, la niebla que había extendido sus garras intentando desolar su corazón, y cualquier perturbación rencorosa y externa, no le quedó más que unirse al hedonista y sempiterno banquete que habría de celebrarse hasta el final de los tiempos.

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