En la calle donde vivo hay un supermercado a apenas diez pasos del portal de mi edificio. Desde hace meses, cada vez que paso por allí casi siempre hay un hombre de mediana edad y algo corpulento sentado a las puertas de dicho supermercado, pidiendo dinero a las personas que entran y salen del establecimiento. En un principio, no le presté demasiada atención; desgraciadamente, no es la primera vez que veo a alguien que necesita recurrir a la caridad de otras personas para poder costearse sus necesidades básicas.
El detalle que me llamó la atención hace relativamente poco es el hecho de que ese hombre casi siempre está escribiendo en una pequeña libreta, con expresión de suma tranquilidad, ajeno a la multitud. Como tengo la irritante costumbre de buscar un sentido a todo cuanto percibo, no pude evitar reflexionar sobre este personaje. ¿Qué escribe? ¿Un simple diario del paso del tiempo o tal vez un proyecto más ambicioso? ¿O simplemente aquello que se le pasa por la cabeza en un momento dado?
Con todo, este hombre no parece demacrado, cansado, triste ni asustado. Simplemente está ahí, quieto e inexpresivo, excepto cuando escribe. Cuando escribe, su rostro es una máscara de armonía. Cuando escribe, nada más parece existir para él.
No soy de inmiscuirme en los asuntos ajenos, sobre todo cuando se trata de algo tan íntimo como la composición literaria; el ser humano tampoco ha sido nunca mi animal preferido. Sin embargo, la presencia de ese hombre suscita mi curiosidad cada día. Sean cuales sean mis idiosincrasias personales con respecto a la especie humana, nadie puede negar que ésta es fascinante. Cada vez que paso por ese supermercado y veo a ese hombre inmerso en los trazos del bolígrafo sobre el papel, no puedo dejar de preguntarme qué escribe y, por frívola que sea la siguiente pregunta, por qué escribe. Tal vez sea solo por afición, tal vez solo necesite huir de la monotonía mediante la escritura; pero mi imaginación me exige plantearme el asunto de otra manera.
Tal vez escriba por necesidad. No hablo de la necesidad de vender lo que escribe para vivir de ello como si de un trabajo más se tratase. Me refiero a necesidad, en sentido mayúsculo, cuando escribir va más allá del placer y se convierte en parte intrínseca de ti, de todo cuanto eres. Escribir para que en tu corazón no haya un hueco que transforme tu vida en el más descomunal e insufrible de los sinsentidos. Escribir para evitar que tu alma quede inerme ante el mundo. Escribir por amor, ni más ni menos.
Tal vez entre las páginas de su libreta aniden ideas y composiciones prosaicas capaces de conmover a otras personas. No puede descartarse la posibilidad de que ese hombre sea un artista en potencia. Puede que mantener una conversación con él sea un placer excelso como el que más.
Ignoro si es un vagabundo o si, por el contrario, posee vivienda propia pero prefiere pasar las horas en un lugar concurrido para observar a la gente. Como ya he dicho, su aspecto no es desmejorado. Ignoro su pasado y su nombre, y prefiero que siga siendo así. Para mí es, sencillamente, el hombre que escribe, y su mera presencia construye castillos en mi cabeza.
Y sí: la imaginación no atiende a razones. Tal vez todo lo que he mencionado y todo lo que no me siento capaz de mencionar no es más que eso: imaginación. O tal vez no. Lo que sí sé con seguridad es que, sea cual sea la auténtica realidad, estos breves y mediocres párrafos le quedan extremadamente pequeños al hombre que escribe, personaje del cual espero escribir mucho más extensa y elaboradamente en un futuro, ya sea para mí mismo o para compartirlo con los demás, y cuando posea la capacidad para ello.
Mientras, el hombre que escribe sigue escribiendo, trazando los pilares de la imaginación de un loco como yo, tal vez soñando y esperando. Tal vez, simplemente, escribiendo.
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